
PEREGRINACIÓN 10



Recién cumplí con mis diez visitas rituales a la zona sagrada de Wirikuta para la ceremonia del peyote. Las cinco de ida y las de vuelta, como deben ser. Eso debería darme mucho qué contar sobre la magia del cacto y, sin embargo, este viaje resulta mejor testimonio de la sacralidad del lugar. La intención de mi trabajo interno era cerrar duelos emocionales, enfocar el pensamiento y sentir impulso en mis labores. Así lo pedí y eso me dio.
La energía del sitio, lleno de minerales y de simbolismo para la nación Wixárika, manifiesta su poder de manera tan física como metafórica; en tal sentido, se van ofrendando objetos y el esfuerzo mismo de cruzar el desierto (en especial, los percances). En otros posts te explico mejor estas peregrinaciones, lo de la ida y la vuelta, el tributo de velas, la magia del peyote cuando se aparece al buscarlo o al viajar con su espíritu Maestro, para contarte aquí los detalles de la travesía que convirtieron mi intención en realidad.
El contexto importa. El trabajo interno en cuestión era un largo periodo de bajoneo, duda, distracción y poca chamba, ya queriendo terminar luego de ocho meses en terapia. Mis 52 años marcan un ciclo de vida en la cultura náhuatl (ya soy anciano), y esa misma edad le celebramos a mi papá, cuando yo vivía en el desierto y me visitaron en familia. A este viaje me invitó Asención, hijo del difunto mara’akame -chamán- Juan López, junto con casi veinte de sus parientes y otros seis mestizos. Salimos el día de primavera, tras enterarme que la astrología interpreta el reciente eclipse lunar (marzo 14, 2025) y el periodo actual, como uno “de grandes cierres y apertura a nuevos ciclos”. Sé poco de esto, pero todo coincide.
Siempre quise volver a Potrero para concluir mi ritual de peregrinación. Por eso me animé a llevar mi coche, confiado en el reconocido desempeño de su motor y el terrible estado de su pintura; aunque muy a pesar de oscuros desvaríos sobre veredas insalvables, a veces enlodadas, ponchaduras, piezas sueltas o perder la caravana. Acompañaron el proceso, los gastos y el camino, mis amigos Ernesto y Carlos, quienes ya habían venido antes con este grupo y más o menos ubicaban las rutas.
Los encontramos en Salinas de Hidalgo, S.L.P., y seguimos su camioneta rentada hasta Yoliátl, donde inician las ofrendas en un ojo de agua -Tatei Matinieri-. Había mucha gente entre familias wixaritari y sus invitados mestizos, quienes quizá también rentaron sus respectivos transportes; por suerte, Asención evitó las multitudes y nos fue llevando a su ritmo por sitios alternos. Luego duramos un buen rato en carretera y terracerías hasta el segundo lugar sagrado -Toi Matinieri-, donde corre un arrollito y la banda se reúne a pasar la noche. Recuerdo sentirme aliviado por la calidad de los caminos, y en eso, tropezar con una simple piedrita para dejarme la mano derecha y toda la rodilla cubiertas de costras.
Al día siguiente en la puerta de Wirikuta, enmarcada por un cerro abrupto, otra ofrenda pide acceso a esta zona del altiplano potosino. Más adelante, a partir del pueblo Las Margaritas, comienzan las temibles veredas que obligan a priorizar entre la altura del carro, sus llantas o las espinas rayando lámina. Venían a bordo la esposa de Asención y una joven, por lo que en cierto punto mis dos amigos debieron caminar hasta el campamento en el Bernalejo, un montículo de piedra volcánica donde se dice que Kauyumari -el venado azul- levantó al sol. Poco después salimos a buscar los peyotes para esa noche, y aunque nunca antes encontré tantos, la familia llenó varios costales en unas cuantas horas.
Ya en la ceremonia, las demás familias de su pueblo se juntan en la misma fogata, y así se encendieron como otras diez hogueras con mucha más presencia mestiza, pero no menos entusiasta al zapatear la música durante la noche entera. Al amanecer, todo el mundo a la vez rodea uno de los fuegos y una enorme columna humana se interna en el desierto a la recolección oficial del peyote. Para no perder el paso, Asención nos asignó un área de búsqueda, y sus siete mestizos terminamos tirados bajo la sombra de las palmas sabiendo que en la noche habría una segunda ceremonia.
Por la tarde junto con Ernesto y Josué, conductor de la camioneta y conocedor de las rutas, fuimos en mi coche a comprar pollos asados sin imaginar el inicio de un calvario. Primero se cayó la defensa trasera, la cargamos sobre el toldo hasta Estación Catorce, porque ya no había pollos en Wadley, y así hasta volver a Las Margaritas donde Josué, por primera vez, tomó la ruta equivocada. Creyó que sólo daríamos un rodeo, pero el camino estaba cerrado casi dos horas adelante, y al regresar en dirección hacia las luces lejanas de la carretera, nos atascamos en cierto tramo con unas profundas zanjas llenas de arena polvosa.
No encontramos ni una piedra en el área, sólo varas secas y un tronquito de palma que metimos bajo la llanta elevando el auto con el gato. Pronto, la madera quedó deshecha, se aflojó el suelo debajo del gato, los intentos se fueron desmotivando y entre las opciones surgió el más oscuro de mis desvaríos: abandonar mi coche e ir a buscar un tractor para sacarlo. ¡Al carajo! Antes rellenaría las zanjas con gobernadora, la única planta sin espinas y último recurso disponible.
Rompí montones de arbustos pidiendo disculpas, separé las ramas con hojas cubriendo el polvo, aparté las varas más gruesas a mis compas para hacer bases debajo del gato y las llantas delanteras, se quitó la arena entre las zanjas usando la defensa caída y logramos salir en dos trechos luego de cinco horas de intentos. Volvimos a la carretera y de nuevo a Las Margaritas pasadas las 4:00 am., nos perdimos buscando referencias del camino y al final estacionamos en la plaza a esperar que alguien despertara para guiarnos en motocicleta.
Llegamos al campamento ya terminadas las ceremonias, pero aún a tiempo para ofrendar este esfuerzo en el Bernalejo y un desayuno de pollo asado a la familia. Luego nos fuimos a Real de Catorce, para dejar la última ofrenda en la cima del cerro El Quemado -Reu’unar-, y despedirnos del grupo después de la cena. Al día siguiente, tras arreglar una llanta ponchada con espinas de mezquite, al fin visitamos el vallecito de Potrero con su “iglesia mocha”, el terreno y la casa de Renato, donde ahora vive una de sus hijas quien me brindó una versión dulcificada del carácter y los rasgos de su papá.
Sobra decir que faltan detalles por contar, cosas que cobran sentido o emociones en cada suceso. Los percances del auto materializaron mis miedos, cada oscuro desvarío y el reto del peor escenario, logrando el enfoque requerido para superarlos. Entre los duelos físicos y del trabajo interno, ciertos conflictos con la banda reflejaron carencias en mis relaciones que en verdad conviene cerrar (por ejemplo, reservando mi opinión). Cumplo compromisos a los 52 años, con este gran impulso de abrirme a nuevos ciclos y conceptos paternales, confiado en el testimonio de saber manejar mis recursos.
No me extraña ver tanta gente mestiza procurando la poderosa magia del lugar o incluso, asumiendo los compromisos de la tradición wixárika con amarres tan rituales como físicos en aportaciones económicas. Yo cierro a través de Asención el peregrinar que inicié con su padre, para agradecer a esta tierra la transformación iniciada hace años junto con el mío. Algún día volveré a buscar el impulso de la enseñanza del peyote, porque ahora, hasta los astros me sugieren enfocar la mente en poner en práctica lo aprendido.