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LA COMUNIDAD ROSA

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Entre los muchos lugares mágicos de San Cristóbal, el de mejores recuerdos es donde viví durante meses y disfruté los valores de convivir como parte de un grupo. Ya hablé de estas casitas en varios posts, por la transformación que propiciaron en mí y en algunas amistades, lo cual merece entrar en detalles y en el contexto de mi experiencia al compartir espacios; en este caso, una que resultó lo bastante cerca y aún muy lejos, a la de una comuna hippie.

La primera mención del fraccionamiento viene en el post “El tesoro de Jovel”, que se refiere a las personas con quienes encontré relaciones más afines, para expresarme sin máscaras aprendidas y superar bloqueos afectivos. Por eso, sirve de mejor referencia el texto sobre la banda; los chavos que armaban la fiesta, las reuniones casuales cuando los músicos iban a ensayar, la afectuosa organización femenina en esta fraternidad habitacional y otros casos donde hacer comunidad, bien valió sacrificar un poco de privacidad.

Llegué después de compartir un departamento fresa con mi carnal Chon, quien sí vivió en comuna hippie en los años setenta. Laia bautizó la "comunidad rosa", más por una naturaleza romántica, que por el deslavado tono naranjoso de sus diez casas dispuestas en escuadra. Las chavas, “los Chombillos” y algunos eventuales, ocupaban las del fondo, yo la de la esquina, y había dos familias en la entrada. Mayra me avisó que su vecino Julio necesitaba dividir gastos y quién cuidara el lugar, mientras él trabajaba en pueblos indígenas. De hecho, sólo volví a verlo dos veces y terminé a cargo de la renta, a mitad de precio del depa anterior.

En el post “SanCris, pueblo con magia”, me refiero a cierta vibra gravitatoria en la ciudad que atrae personas con una frecuencia similar en su movimiento. Conocí a Chon por compartir el primer depa, y cuando se fue, se repitió con Julio. Igual se conocieron Mayra, Laia y Nicole, por la necesidad de cambiar sus entornos y la oportunidad de rentar una casita disponible. Les avisaron de ella los chavos que ya vivían ahí, como cuento en otras publicaciones, entre los cuales conocí el entorno de las “Drogas en SanCris” y continué con “Mi inicio en las drogas”, luego de mis frecuentes pachecas con Chon.

Al respecto, sirve de mejor referencia el texto sobre los Chombillos. Sin el atasque de un colectivo sesentero, sus excesos juveniles dieron a la comunidad rosa un ambiente de relajada convivencia, hasta convertirlo en fiesta afterhour cuando aprendieron a cocinar coca. Las chavas cuidaban sus crudas y cierta prudencia condominal, organizando tequios de limpieza y hasta un rally por las esferas del dragón; por su parte, ellos sembraron una planta de mota -Micaela-, adoptaron a un perro -el Culito-, sus invitados adictos les robaron la tele y al final, los músicos en vez de ensayar, sólo pasaban por un puñito de hongos.

En otra comparación, comunidad rosa vs. hippie, ninguna de sus fiestas afterhour llegó a una experiencia orgiástica grupal, pero hubo noches con simpáticos momentos de bullicio pornográfico. Ahí se crearon lindas parejas y un par de hijas; una entre un Chombo con una chica alemana en las casitas a la entrada, y la otra, de mi amigo el Mago con la exnovia de Julio, quien sí volvió a compartir conmigo la casa donde se conocieron durante un ensayo… sin hongos.

A mí, me fue muy bien. En el post “Los revolucionarios”, dije cuánto ayudaron mis amigas y este entorno, para asimilar la coraza de mis patrones introvertidos, adaptarme al reinventar mis espacios, y luego aplicarlo al irme a vivir al desierto. Al año siguiente -2000-, toda la banda dejó esas casitas en la calle Sóstenes Esponda, sus muros pintados con huellas de manos y alucines, las visitas espontáneas y desayunos a mediodía. A Micaela la plantaron en un baldío donde se la comió un burro, se perdió el Culito, y años después, el lugar se ocupó con puros policías judiciales.

Allá en el desierto, Renato planeaba un proyecto colectivo de vivienda ecológica, pero igual a Chon, no quería involucrarse con la banda de artesanos y neo hippies. En SanCris pululaban estos autollamados ciudadanos del mundo en rigurosos dreadlocks -rastas-, soltando sonoros pedos en público por ser algo natural o interviniendo el palomazo de los músicos para echarse un Kumbayá. De esos que fueron a salvar a los indígenas zapatistas del gobierno sin lograr entender, por ejemplo, la disciplina y responsabilidad social de sus sistemas de organización comunitaria -Caracoles-.

En ellos comprendí la perversión individualista del New Age, en el camino para elevar la consciencia hacia los valores de lo colectivo. El Chon adoraba burlarse de sus decadentes Rainbow Gatherings y del simplismo en su transgresión a la sociedad. En mi entorno fresón, seguro resulta aún más chocante, pero de por sí, hasta es raro recibir en casa a gente viajera o por una temporada. A mí me gusta ofrecerlo, bajo cierta prudencia condominal, porque además ayuda a confrontar mi tendencia al encierro y a los patrones de introversión.

Aprender a compartir espacios con responsabilidad, implica crear habilidades de tolerancia y respeto a la privacidad en el grupo. Eso lo entienden mejor las mujeres; lo noté desde mi Servicio Social, cuando también ellas organizaron las tareas de aseo y convivencia entre once estudiantes en casa. Creo que la naturaleza femenina hace más rosa la vida en colectivo, y mientras proliferen en altos cargos públicos, espero una transformación de las comunidades más cercana a mis recuerdos románticos, y aún algo lejos del idealismo neo hippie.

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Curador editorial: Alex Ayala - Diseño y programación: Daniel Botvinik Dbcom - Ilustración: Alejandro Gutierrez "Choco"

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