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LA MADRIZA

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Con el título no me refiero al pleito, sino a la exigente vida de campo. En particular, al agotamiento y dolor físico a los que me expuse en el desierto como una muestra de realidad en mi contexto fresa citadino. Se mencionan tan seguido en esta Temporada, como para recapitular ejemplos en un post y darle sentido frente a nuestra necesidad cultural de evitarlos… a menos que sea en el gimnasio.

Ya escribí sobre la madriza de habituarse a trabajar con el cuerpo, porque al querer probar su aguante, terminé sacrificándome a lo pendejo o por falta de precaución. En verdad se aprende de las cicatrices y sentí orgullo por mi piel curtida; no obstante, reconozco que el dolor no fue el mejor medio para conocer mis umbrales, sino una forma de mostrarme menos fresita, así como que esforzarme hasta agotar el físico, resultó de más ayuda para enfocar mi mente y aplacar su ego.

Esta labor corporal adoptó tres sentidos, explicados en sus respectivos posts con ejemplos de obsesión y descuido: “Trabajar la tierra”, “de artesano” y “en la construcción”. Por andar de hippie descalzo, agarré una infección con el abono del huerto y ofrendé algo de sangre en la milpa. Por querer hacer callo, cortaba las yemas de mis dedos maleando alambre para hacer cadenitas. Por entrenar el cuerpo, cargué montones de piedras que luego nos robaron y aprendí las posturas correctas en las faenas luego de sufrir graves torceduras.

Abundan casos en otros textos. En cuanto al de “Los animales”, aguanté piquetes de abeja sacando miel de panales silvestres y soborné con tortillas a la jauría que me atacaba de camino a casa. En “El caballo” mencioné caerme por montarlo a pelo, arrearlo para subir los cerros, perseguirlo cuando se escapaba y mañas de su carácter como morderme un pie. Y en “Vivir en desierto”, hablé de caminar entre espinas de manera literal: Unas llamadas “perros” muy dolorosas y difíciles de quitar, muchas de nopal o arbustos cuyas puntas duran semanas enterradas, o una de biznaga perforando mi uña del pulgar que salió con anestesia y bisturí en el hospital.

Insisto en no referirme a las madrizas a golpes, porque se resumen en sólo dos casos de “Bullying”, como víctima en la primaria y replicándolo en la secu. En ese post, cuento que éste y otros rasgos fresas fueron objeto de mucha carrilla, en especial por parte de Renato, mi anfitrión en Potrero. Sin embargo, no era en plan de abuso y nunca hubo violencia, pero llegué a pensar en pedir lecciones de pelea callejera y Heike, su pareja, sí imaginó la posibilidad de un pleito al vernos discutir.

De niño tenía miedo a pelearme y llegué a decir que también a sentir dolor, aunque no me detuvo en travesuras la fractura de un brazo ni dos descalabros. Tuve el enorme privilegio de una vida protegida en salud, con poca carga emocional y cierta vibra que siempre me alejó del pleito, sin carencias determinantes ni la muerte de familiares hasta una mayor edad. Gracias a unos cuantos madrazos descubrí tener un alto umbral de tolerancia, así como de resistencia física, a pesar de no pararme ni de chiste en los gimnasios.

En cambio, llevo mucho tiempo dedicado a explorar mis dolores emocionales y francamente, ya llegué al agotamiento. Lo hago en terapia, en algunos textos, en cada viaje psicodélico y en la observación cotidiana, de la cual no me salvo porque ya es un hábito, pero lo demás sí lo puedo dejar descansar. Creo que toda persona citadina debería ir al psicólogo en estos tiempos y que es la base real del mentado despertar de la consciencia. Lo digo en particular, entre quienes sienten haber logrado la iluminación sólo por usar enteógenos.

Es el conflicto entre consumir estas sustancias para salir de la realidad o enfrentarla desde otra perspectiva; como quien dice oír la voz del abuelo peyote, pero no le habla a su papá. Creo que nuestra cultura aborda el dolor con la misma superficialidad. Igual lo vuelve adictivo o una vía para disociarse, aunque lo más normal sea tragarse analgésicos y las emociones en una similar mecánica de evasión. Es como apagar la alarma de incendios, pero dejar la cortina en llamas.

Y ni hablar del desprecio al agotador esfuerzo físico en el campo, la fábrica o la construcción. Despertar la consciencia significa dejar de ocultarse y elevarla implica abrir su rango de visión, pero nunca será iluminada si no se convierte en servicio a los demás. Se queda en el New Age del hippie descalzo, pues. En otro texto doy ejemplo de cómo un libro con su mensaje en el título, La enfermedad como camino, me ayudó a ampliar mi perspectiva para eliminar un necio dolor de muelas. En tal sentido, conviene profundizar en lo que duele como una alerta del interior, en vez de tomar opioides para aplacar una jaqueca.

Me llevé una madriza en el desierto desde golpes, torceduras y piquetes, hasta el fallo muscular por subir cerros o cargar piedras en la construcción. No disfruto el sufrimiento, pero asumo la enseñanza del sacrificio voluntario para curtir el cuerpo y el carácter. Cada quien lo enfrenta a su modo, como las señoras en Potrero que suelen decir el número de sus hijos vivos y los muertos. 

Quizá les resulte mejor desahogarlo de a poquito, a la necesidad citadina de evitar el dolor y el agotamiento a menos que sea en el gimnasio…. O de pronto, en la cama.

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Curador editorial: Alex Ayala - Diseño y programación: Daniel Botvinik Dbcom - Ilustración: Alejandro Gutierrez "Choco"

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