
MALTRATO ANIMAL



Siempre fui más de perros que de gatos, pero ahora dejo a Max, visitante habitual del edificio vecino, entrar a veces en mi depa. No siempre me porté bien con las mascotas, desde haberlas adiestrado a periodicazos, hasta por diversos desplantes de neurosis. Si bien, nunca salvajes ni lesivos, suficientes para escandalizar la sensiblería citadina por el maltrato animal y mucho más inocentes al que sufren en el desierto.
La diferencia básica, resumiendo lo dicho en el post sobre los animales, está en tenerlos por su compañía -obsesión a las mascotas- o por servir al hogar -empleados de tercera-. Allá, sólo los perros tienen nombre y el gato es el único dentro de casa, porque los demás salen a patadas o escobazos; aunque igual me parece cruel pasear al poodle en bolso, con zapatos o joyería. Aparté las historias rudas para este texto, como haber sido hostil con unos gatitos, por su reflejo de las formas en que desplazamos nuestras frustraciones, tanto en la ira como en arrumacos.
De hecho, no recibo a Max por un sentimiento de culpa ni lástima porque no lo atiendan en su casa. Comencé a hacerlo, buscando su ronroneo en un periodo depresivo; pero justo en esos días, me ignoró para curiosear en los cuartos, mordisqueó mi pata de elefante y tiró las macetas de la orquídea y del peyote (justo esas). Huyó sin terminar mi “¡Sáquese a la…!”, reflejándome el andar mendigando atención de quien no pretende ofrecerla. Sin más drama, ahora restrinjo su acceso a la cocina cuando estamos con ganas de hacernos compañía.
Guardo parte del utilitarismo campirano y de proyectar mis carencias urbanas. También traté ambos temas en los posts sobre “Trabajar la tierra” y “El caballo”, en cuanto al profundo vínculo que se crea al comprender el carácter y naturaleza de las bestias, para obtener su ayuda en las labores diarias o cuando se necesita “Ubicar el camino”. Allá entendí, que no hay manera de arriar a una mula con delicado respeto a sus derechos, y que a veces corren más peligros fuera del cautiverio.
Va la historia pendiente de la chiva robada por las artes de un coyote; advierto a la fantástica Luna, hija de Renato, sobre datos forenses de su amiguita. Cada día la amarraban en el lote baldío, bajo el cuidado del perro en el techo, y yo le llevaba su alfalfa; un día dejamos de oírla, y al revisar, sólo estaba el lazo mordisqueado y un poquito de pastura. Antes de salir a buscarla, el vecino Beto halló un leve rastro de sangre y más lejos, un charco. El coyote ataca su cuello mientras come para no alertar al perro, muerde el lazo y arrastra el cuerpo de mayor tamaño a donde pueda devorar sus tripas; luego se la echa al lomo para llevarla a su madriguera, o la entierra de camino. Era mejor encerrarla.
Ese Beto “loco” me refleja los extremos del vínculo animal. Tenía el don de entenderlos y toda habilidad para cazarlos, probó sus carnes y venenos, traficó especies y sus partes con artesanos y brujos (“El cascabel arrancado de la víbora viva, es amuleto chingón”, decía); me llevó a buscar ratas de campo, a saquear colmenas silvestres y casi lo veo matar a un águila. Renato, por su lado, se ponía intenso con los perros, por las fugas del Ruso y las travesuras del Negro, con castigos sobrados que terminé imitando por aceptación e insensatez.
Nunca antes había pateado a un perro y una vez, desquiciado por los tres gatitos a mi cargo exigiendo su comida, le solté un mal zape a uno que lo dejó un momento caminando raro. También lamento de chico no haber atendido bien a mis mascotas, los periodicazos frenéticos y algunos juegos de plano abusivos; olvidé una tortuga metida en el sillón, alimenté a un pez beta hasta reventarlo y mi iguana se tapó por darle unas guayabas.
En el balance de aquello que me llevó a lastimar o vincularme con animales, ahora soy de quienes sacan las arañas por la ventana, aunque no indultan aplastar un mosquito. Perdono mis desplantes neuróticos e intento tolerar algunos de los ajenos, sin ninguna intención de justificarnos. Comprendo desplazar al débil el instinto agresivo, las costumbres insenzatas de menosprecio y la explotación deportiva comercial, tanto como la obsesión petofílica, el síndrome de Noé -acumularlos- y el impulso por humanizarlos o del bestialismo… Ni cómo juzgar la curiosa exploración de un pastorcito puberto.
El trato a los animales es un claro reflejo de la condición humana. Durante mi periodo de bajoneo, me dio por ver videos con rescates de focas, tortugas y venados incautos (…sí, también de gatitos) bajo un profundo enternecimiento. Admiro el activismo de una buena amiga y firmé la iniciativa para prohibir las corridas de toros, más por apoyar su compromiso. No es mi lucha, pero al menos hice recapacitar a Beto de dispararle al águila, salvé una lagartija de la tortura a pesar del bullying por niño bueno, y todavía recibo al Max, aunque a veces su pelo me da comezón.
Incluso, el muy canijo recién se orinó en un tapete; volvió horas después, y al notar mi vibra de contención neurótica, me lamió un dedo del pie y se largó. Quizá también me dejó unas pulgas. Tolero al Max a pesar de su naturaleza curiosa, o de ser yo más de perros que de gatos, porque me refleja historias del pasado y procesos muy presentes. Ya lo había dicho: Condeno el maltrato animal que desplaza las frustraciones del campo, tanto como las carencias urbanas, porque me incomoda igual presenciar una patada al callejero que una fiesta ostentosa al perrhijo.