
SITIOS DE MI INTERÉS



Hay muchos motivos que hacen a la sierra de Catorce y sus alrededores, un lugar de lo más interesante. Lo es por la diversa mitología sobre la zona, su atractivo cinematográfico, sus vestigios de bonanza minera y de otras eras geológicas, y en lo particular, por el impacto que algunos sitios causaron en mí, desde haberlos habitado hace veinticinco años, hasta mis recientes peregrinajes a su desierto.
En un post comenté sobre cómo ese año que viví por allá, se volvió un reflejo de mi propio desierto interior. Asumí un encierro voluntario a la vida social, aislado en casa de Renato y en su terreno alejado de vecinos, para encarnar mis carencias juveniles y el temor a compartir espacios con espinas y coyotes figurativos. A pesar de preguntarme “¿Qué carajos hago aquí?”, fue una oportunidad para curarme de sustos y encontrar mi camino a casa en el plano físico y emocional.
Además de las ruinas de haciendas y minas en Potrero y Real de Catorce, en otro post hablé también sobre los sitios sagrados de la nación Wixárika que visité en diez peregrinaciones ceremoniales. El desierto de Wirikuta no sólo guarda la magia del peyote, sino también la energía en sus ojos de agua -Tatei Matinieri y Toi Matinieri-, en sus cerros llenos de minerales -El Quemado o Reu’unar-, o en el raro montículo de piedra negra volcánica que no debería estar ahí -Bernalejo o Kauyumari- porque, según el mito, fue donde nació el sol.
En cambio, los sitios de mi interés son más simples, pero evocan ciertos retos y emociones reveladoras. Una vez me metí a rastras en un tiro de mina y al fondo encontré cuarzos marrones y una paz inusitada, a pesar del miedo a un derrumbe. Recuerdo la esquina junto a la Parroquia donde vendía mis artesanías, la milpa del terreno y aventarme en los montones de rastrojo, mi cálido cuartito con techo de tierra, los colores del desierto cuando llueve y el antiguo acueducto donde llevamos a pasear a mi familia durante su visita.
Eso de tener “pueblos fantasmas”, ya le da cierto misticismo a la zona. Potrero quedó en ruinas en los años setenta cuando una tromba levantó los techos de las casas, pero ahora son atractivos turísticos de varios hospedajes de Airbnb. Está la “Iglesia mocha” que nunca fue techada, la enorme barda de la estación de trenes, el lujoso salón de baile hecho para Porfirio Díaz en el pueblo de La Luz (ahora, Museo minero) y los escombros de una casa en la cima de un cerro, donde me solté a gritar al eco mientras el perro corría alrededor.
Sin embargo, me impactaron más los sitios relacionados con la cruda realidad de las minas, la vastedad del desierto y las pruebas milenarias de haber estado bajo el mar. Recuerdo cuevas y paredes cubiertas de fósiles, meteoritos incrustados en las piedras o en los lechos de ríos secos, las lápidas de puros jovencitos en los viejos panteones y, en una ocasión desde un punto elevado, ver desaparecer todo el valle ante el avance de una tormenta de arena.
Real de Catorce se levantó sobre mitos y leyendas, como el de la banda de 14 asaltantes que le dio su nombre. Entre mis amigos, Mayra dijo haber visto bolas de fuego (brujas) saltando entre los montes, algunos presenciaron la magia de los mara’akame (chamanes wixaritari), otros me contaron de lugares embrujados y tesoros en las haciendas (ya desenterrados), mismas que, según el chisme popular, fueron saqueadas por unos suizos residentes para vender el hierro y sus antigüedades (mi lámpara de queroseno, no se la compré a ellos).
Ahora, el pueblo tiene poco de fantasma y mucho de fama por sus hoteles fresones y sus locaciones locochonas en varias películas: la adaptación de Pedro Páramo (2024), Que viva México (2023), Opus Zero (2016, con William Dafoe), Bandidas (2006), La leyenda del zorro (2005) o La mexicana (2001). Esta última se filmó poco después de mi partida, pero antes conocí a un miembro del scouting y a una delegada del gobierno estatal, quien me contó de la consigna de volverlo un destino comercial en turismo de aventura.
Sin duda exploré más el desierto que los alrededores de San Cristóbal o de Huautla, quizá para enfrentar mis miedos de fresa citadino. Así reconocí la paz de sus silencios y el dolor de sus crudas realidades, el encanto de sus mitos y paisajes cinematográficos, el gusto morboso por sus fantasmas comerciales y geológicos, la magia de sus lugares sagrados y de otros más recónditos para desahogarme ante sus ecos.
Me impacta que este vasto desierto haya sido mar, la fama adquirida por sus vestigios y la transformación de mis temores al habitar sus rudos entornos. Mis sitios de interés podrán ser de lo más simples, pero regresé a ellos varias veces por el crecimiento que me ofrecieron. Cuando vaya de nuevo, quizá no sea en un peregrinaje ceremonial, sino con ganas de ver la película de mis espacios desérticos y sus caminos para volver a casa.




